ALEPPO, Siria.- Si los sirios les regalaron a los argentinos figuras que entraron en los libros de historia, incluso un presidente, los rioplatenses correspondieron con el mate. A mediados del siglo XX, en uno de los tantos altibajos de la economía argentina, retornaron a Siria muchos hijos y nietos de quienes habían emigrado hacía un tiempo.
El destino determinó que, con los años, el mate se haya convertido ahora no sólo en una «infusión rebelde», sino también en un botín de la guerra que desgarra al país.
Aquellos inmigrantes que regresaron a Siria desde América del Sur lo hicieron con todo el bagaje cultural de los campos, los montes y los puertos.
Al principio, el mate que trajeron con ellos no fue más que una moda de las clases más acomodadas, una forma de marcar diferencias con los sectores que no podían pagar el costo de este producto, importado desde las remotas tierras de un continente de cuya existencia sólo había una prueba disponible: la yerba que llegaba en las bodegas de los navíos a los muelles de Tartus y Latakkia.
La minoría alauita se hizo del poder en 1970 con los golpes de Estado puestos en marcha por uno de los suyos, Hafez al-Assad, padre de Bashar, actual presidente sirio . Con esto, esa minoría adquirió los hábitos de los ricos, y en sus reuniones, el mate ganó carta de legitimidad al lado de las bebidas tradicionales.
Las revoluciones, sin embargo, son hechas para igualar. Y el mate, antes un lujo, ahora es una bebida esencial para el descanso de los combatientes opositores.
«Cuando conquistamos posiciones del ejército, además de armas y equipo, capturamos las provisiones de yerba de la oficialidad alauita», cuenta Mahmoud, un combatiente de 25 años que integra las filas del Ejército Libre Sirio (ELS).
Mahmoud y otros rebeldes están reunidos en su pequeño local cuartel antes de que caiga la temprana oscuridad del invierno, en el barrio de Salaheddine.
Varios de ellos estuvieron combatiendo antes en las primeras barricadas, hechas con escombros, muebles y restos de autos, frente a los soldados de Bashar al-Assad. Algunos son francotiradores, una especie que, además de hostigar a otras, sostiene guerras particulares que demandan precisión, energía e interminable paciencia, entre azoteas, ventanas y agujeros abiertos en las paredes.
Los que arriban más tarde encuentran a sus compañeros de la katiba Al-Waed (unidad militar La Promesa) orando. » Mohammedun resulullah (Mahoma es el profeta de Dios)», repiten. Llega el momento de relajarse, de intercambiar historias. Delgado, Ibrahim se quita la campera negra, saca un cigarrillo y se sienta. De 28 años, es uno de los mayores del grupo.
Se acomodan en tres sillones, viejos y sucios. Dejan descansar las armas sobre el piso, los cañones entre las manos. Las miradas buscan a quien se va a encargar de prepararles una bebida; ése es Walid. En unos vasos pequeños sirve café. En otros, apenas más grandes, té. Y en los mayores, de vidrio, con asa y bombilla, yerba mate.
El que quiere mate recibe un recipiente individual. No circula entre los combatientes, como tampoco lo hacen el té ni el café.
No es difícil imaginarlos en las llanuras argentinas, alrededor del fuego, por la noche, después de un duro día e igualmente armados. Aquí en la ciudad, se escuchan los morteros y los fusiles, se huele la basura y la descomposición de la muerte.
En el campo abierto, a ellos los acompañarían los rumores de las vacas, el aroma del cuero y la leve fetidez del estiércol.
Además del placer intrínseco de beber mate, disfrutarlo es una temprana victoria insurgente, un botín de guerra que simboliza la fuerza de los sublevados.
Hassan y Gawad aceptan posar para la cámara con fusil, vaso, bombilla y yerba. Detrás de ellos, está la guerra: el barrio de Salaheddine, en Aleppo, convertido en ruinas. Con sonrisa de anuncio publicitario, Hassan muestra el paquete del producto: bella caligrafía árabe. Lo da vuelta, y la etiqueta está en castellano. La marca es Kharta Khadra. Otra leyenda dice: «Origen: Argentina».
Fuente: La Nación